El desierto, desierto claro está, caliente también y hermoso como
alguna pintura de algún pintor renacentista que nunca vio el desierto y basó su
modelo en el Pacífico, frente a frente. Y el forastero seguía caminando tras
días sin agua, hecho insólito, ya que de apodo pez por su madre, solía llenar
su estómago de agua para aquellos días que no alcanzaba la carne roja ni la
blanca ni el pescado, y el pan estaba duro. No tenía posesiones consigo, pero
creía a veces que traía su rifle para cazar canguros, su brújula para encontrar
una isla fresca con el mapa que tenía junto al pedernal en su mochila. Sacó
entonces un set de cartas que guardaba en su bolsillo trasero y se sentó a
jugar con un par de camaleones.
Su tío le había advertido de joven que si algún día buscaba una presa
fácil para el póquer, para salir de deudas o pagar una tarde divertida, no
debería dudar de jugar ante los camaleones, que cambiaban de color dependiendo
de su mano. Repartió la primera mano lentamente, y procedió a quemar y abrir
cartas. Pidió un encendedor a los camaleones, y el de la derecha le pasó uno.
El olor a cartas quemadas invadió el ambiente, y el humo formó un corazón y
luego se desfiguró, transformando el renacimiento en paisaje surreal.
Tras varios
turnos sufridos empezó a pensar que se tenía que haber confundido entre
colores, ya que su tío decía que los rojos significaban la presencia de un as,
los verdes una flor, y los azules un engaño, el nervio era gris. Pero los
camaleones eran morados, amarillos, naranjas, o tal vez era la luz. Pero al
anochecer, bajo la luna calva, seguía la incertidumbre. Horas pasaron y el
juego seguía, y el incienso de las cartas quemadas se deformaba cada vez mas,
el humo engullía al paisaje hasta volverlo un abstracto sin forma. El forastero
seguía.
Se quedó sin
dinero cuando el ojo de la luna estaba más alto, y decidió que no había tiempo
de negociar. Saco su rifle, y amenazó a los camaleones. Ambos se volvieron de
color gris y entonces supo la verdad. Sacaron sus armas y gritó al público:
Maquiavelo! Attica! Attica! Y se cayó la fanfarria.
Despertó
desquiciado en medio del desolador mar de arena, sin posesiones, sin cartas,
sin compañeros. Se preguntó entonces si alguna vez en verdad tuvo un mapa, o tomó
agua fresca o hizo el amor, tal vez todo fue un espejismo, y su vida era en el
escenario, junto a los camaleones, haciendo la parodia del artista, y el 49585.
Pero no había oasis, no había huellas comprometedoras, el desierto lo acaba
todo, lo cambia, incita al alucine y la crítica de uno mismo, no es necesario
invitarlo al subconsciente: siempre estuvo ahí.
Labios
secos, ceguera momentánea. A la luz de
la lámpara de gas sacó las cartas y reto a un grupo de camaleones a un partida
de 21. Uno de ellos se tornó gris. Pero no hubo gritos ni fanfarrias. El
público se había ido, había fracasado.
Y en lo
alto, el humo del incienso volvía a tomar forma, nunca inerte, y escribía
catedrales y a Delft y lugares que el forastero nunca había visitado, pero que
hubiera plasmado en un lienzo cualquier día de la semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario